Envejecimiento y desenfoque: la visualidad ‘presbioempática’ en el cine intergeneracional español

Envejecimiento y desenfoque: la visualidad ‘presbioempática’ en el cine intergeneracional español

We begin this SLAC extras take-over of Mediático with an excellent essay by Barbara Zecchi, which focuses on recent films directed by young female filmmakers centred on the representation of older women. Zecchi examines the use of blur as a cinematic technique suggesting that these out-of-focus images displace what Woodward has called “the youthful structure of the gaze” and substitute it with a visuality that she define sas “preosbyoempathic”. Professor and Head of the Film Studies Program at UMass Amherst, Zecchi’s videoessays have been published in venues such as Feminist Media Histories, EJCS, ZfM16:9 and [in]Transition, and featured in the Sight and Sound’s ‘Best Video Essay’ polls (2021, 2022, 2023). She has lectured widely on issues related to the representation of gender and ageing in visual cultures, and she is the author of over 100 scholarly articles and 11 volumes, including the monographs La pantalla sexuada and Desenfocadas (named “one of the 13 best books of the decade” by the newspaper ElDiario). In 2023 she joined the editorial team of [in]Transition

Envejecimiento y desenfoque: la visualidad ‘presbioempática’ en el cine intergeneracional español[1]

by Barbara Zecchi


En unas secuencias de Visages Villages/Caras y Lugares (2017), la mítica cineasta francesa Agnès Varda elabora un retrato de su ‘maladie des yeux’ para su joven compañero de viaje, el fotógrafo y muralista JR. Por medio de una puesta en escena de su enfermedad, que con la edad iba desenfocando cada vez más su vista, Varda pone en relación el envejecimiento con el placer visual, en un rescate de la escopofilia que caracteriza en gran medida los paradigmas actuales de la teoría de los afectos. Primero, yuxtapone lúdicamente los impactantes planos del ojo seccionado por la navaja de Luis Buñuel en Un chien andalou/Un perro andaluz (1929) a una toma de su córnea penetrada por una aguja durante una inyección intravítrea, para comentar a JR que, en comparación, su procedimiento es bastante menos doloroso. Luego, apareciendo frente a la cámara con un par de gafas de prueba ocular y un amuleto con dos ojos tallados colgado del cuello, organiza una gigante tabla optométrica humana por medio de unos actores que mueven muy lentamente unas letras de cartón blanco a lo largo de unos escalones. Una toma subjetiva nos muestra las hileras alfabéticas que oscilan desenfocadas.  Gracias a esta escenificación, JR puede afirmar que Vardá, a pesar de ‘ver borroso, [es] feliz’, y que no hay diferencia entre sus dos miradas, puesto que él, por sus gafas de sol, ve todo oscuro.

Si Luis Buñuel había establecido, con la secuencia inicial de su película,una nueva manera de mirar determinada por el género —no olvidemos que la víctima de su navaja de afeitar es un ojo femenino (Zecchi 2014)—, Varda inaugura con estas escenas, casi 90 años después de Buñuel, una mirada marcada por la edad. No se trata de una simple evocación metafórica, sino de una literal y concreta simulación de una visión borrosa que produce placer, no tanto como sensación física, sino como elemento constitutivo de la subjetividad (Massumi 2015), y como estrategia ética y política según la teoría materialista del devenir (Braidotti 2002).

Visages Villages termina con unos primeros planos de JR que se alternan con los de la realizadora. En un gesto de amor, para permitir que su amiga le vea por primera vez los ojos, JR se quita las gafas de sol. A pesar del plano subjetivo desde el punto de vista de Varda que nos enseña la cara del joven desenfocada,  la cineasta destaca que por mucho que ‘no pueda verle bien, le ve’. Finalmente, la pareja se sienta en una banqueta en las orillas de un lago, invirtiendo —en una evocación paródica de la escena icónica de Woody Allen y Diane Keaton frente al Queensboro Bridge en Manhattan (Allen 1979) los patrones sexuales y etarios de la visualidad tradicional del cine. En Visages Villages la mirada del hombre joven (el sujeto ‘humano’ hegemónico) interacciona y se complementa en una comunicación mimética con la mirada de la mujer mayor (el sujeto ‘deshumanizado’ y desvalorizado por el sexismo y etarismo dominantes). Un fundido difumina sus dos siluetas transformándolas en la viñeta de un cómic, mientras empiezan a rodar los créditos finales (Figura 1).  

            Figura 1: Visages Villages/Caras y Lugares (Agnès Varda, 2017)

La visión imperfecta que caracteriza el autorretrato del envejecimiento de Varda, que prescinde de la capacidad del ‘ver-bien’, pero que otorga, paradójicamente, el ‘ver’ absoluto e inmanente, es lo que he llamado en otro lugar, por medio de un neologismo que combina las palabras  ‘présbite’ y ‘empático’, una visión ‘presbioempática’ (2019). Utilizando estas secuencias de Agnès Varda como palimpsesto de mi estudio, en las siguientes páginas propongo analizar el desenfoque en relación con el envejecimiento, en unas prácticas cinematográficas recientes, de unas jóvenes cineastas españolas: el cortometraje  Luisa no está en casa y el trabajo colectivo Diaris Filmats per dones grans, dirigidos por Celia Rico en 2012 y 2014 respectivamente; y los largometrajes De tu ventana a la mía, realizado por Paula Ortiz en 2011, Nedar/Nadar por Carla Subirana en 2008, Con el viento por Meritxell Colell en 2018, La plaga por Neus Ballús en 2013 y El cielo gira por Mercedes Álvarez en 2004.  La textura difuminada y granulosa de estas películas responde a varias preocupaciones: las imágenes borrosas emulan la visión présbite, construyendo una propuesta empática que lleva a la cineasta más joven al mismo lugar, visual y simbólicamente, de la persona mayor representada. A la vez, el desenfoque da forma a una ‘comunicación mimética’ que, como sugiere Anna Gibbs (2010), produce una convergencia emocional tanto a nivel corporal como abstracto entre público y expresión artística. Por medio de unas expresiones de solidaridad (y en particular sororidad) intergeneracional, que corresponden a lo que Silvan Tomkins (1962) había llamado ‘resonancia afectiva’, estas películas incluyen unas imágenes difusas que sirven, paradójicamente, como recurso para visibilizar —y sentir— el envejecimiento.  Por un lado, siguiendo a Susan Best (2007), liberan a la escopofilia de las connotaciones negativas que Laura Mulvey (1975) había atribuido al placer de mirar por su complicidad con el voyeurismo y narcisismo; por el otro, forjan maneras de ver el envejecimiento mediadas por los afectos, que se desmarcan de los discursos etaristas denunciados por la gerontología cultural, y que son constitutivas (no expresivas) de la subjetividad.

El cine mainstream reproduce con nitidez absoluta, desde una altura estándar definida como ‘normal’ o ‘ángulo neutro’, la mirada realista denunciada por la teoría fílmica feminista. Este punto de vista, sin inclinación aparente de la cámara y con profundidad de campo amplia, corresponde al de un hombre de altura mediana que goza de buena agudeza visual. De ahí que, por defecto, el sujeto de la mirada cinematográfica hegemónica es un varón joven, relativamente alto, sin aparente discapacidad visual. En Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), Chantal Akerman había desafiado la norma de la altura convencional, al bajarla considerablemente para que correspondiera al tamaño de una mujer menuda como ella.[2] La visión presbioempática comporta una ruptura análoga con respecto a la mirada hegemónica.  El desenfoque se asocia por lo general con expresiones visuales que se salen de lo mainstream, que tiende de modo predeterminado a la nitidez realista. El cine universaliza por defecto una mirada joven, y no solo formalmente, sino también por medio de unas convenciones visuales que refuerzan lo que Kathleen Woodward llama ‘the youthful structure of the look’ (1989), la estructura joven de la mirada. Pero se puede argumentar que la visión borrosa —la pérdida gradual de la capacidad de los ojos para enfocar los objetos cercanos— es la norma del envejecimiento.

 En diálogo con Laura Mulvey (1975), Woodward sostiene que las expresiones visuales hegemónicas posicionan al público como joven por defecto, y representan el envejecimiento con cierto sentido de superioridad y animadversión, exhortando ‘women to pass for younger once they are a “certain” age’ (162). La visualidad presbioempática, en cambio, no es antagónica con respecto al envejecimiento, sino cómplice, solidaria y mimética. En las películas de este trabajo —o bien por la oscilación del objetivo, por el excesivo acercamiento de la cámara, por la presencia de un ‘filtro’ (sólido, líquido o hasta gaseoso), por la reducción de profundidad de campo, o por la apertura del diafragma de la cámara—, el objeto de la mirada se representa por medio de una borrosidad y falta de nitidez de la imágen que emulan y replican la pérdida natural de la capacidad de enfocar de cerca causada por el envejecimiento.  Estos desenfoques —mecánicos y a la vez naturales— desplazan la estructura joven de la mirada y la sustituyen por una visualidad presbioempática, que responde a un acercamiento al cine cuya preocupación, siguiendo a Gilles Deleuze, no es tanto lo que el texto fílmico dice, sino qué hace, cómo se percibe y cómo se siente.

En las últimas dos décadas, la teoría fílmica feminista (y no solo feminista) se ha alejado de consideraciones relativas a la representación —y a sus inherentes enfoques sociológicos, semióticos o psicoanalíticos— para acercarse a una investigación fenomenológica que implica un nuevo énfasis en las percepciones sensoriales y en la compleja interacción entre imagen y cuerpo, y entre percepción y memoria. Con la publicación de The Skin of Film de Laura Marks en el año 2000, el interés teórico se ha trasladado desde una crítica del placer visual —enfoque inaugurado por el fundamental artículo de Laura Mulvey ‘Visual Pleasure and Narrative Cinema’ (1975)— a una preocupación por lo que Marks ha definido como visualidad  ‘háptica’, al priorizar una epistemología basada en el tacto, el gusto y el olfato que, como apunta Donald Lowe (1985), tienen un lugar secundario en la jerarquía de los sentidos. Este giro ha dado origen a unos fascinantes trabajos —como los de Bruno (2002), Kennedy (2002), Sobchack (2004), Barker (2009) y Shaviro (2009), entre otros— que vinculan la percepción háptica a los conceptos de espacialidad y movimiento, a la reacción kinestésica, a las sensaciones inmanentes, al sentido de empatía, a la dimensión afectiva, etc. En el corpus que ocupa mi estudio, las imágenes borrosas —que dan forma al concepto de ‘affection-images’ o ‘recollection-images’ que Marks (2000, 73) había tomado prestado de Deleuze — y la respuesta emocional que se caracteriza por la inacción, la contemplación y los ritmos lentos, no solo corresponden a evocaciones de los sentidos secundarios, sino que también emulan la experiencia visual del envejecimiento cuestionando así la hegemonía de la estructura joven de la mirada según Woodward, y forjando una nueva ontología visual y un nuevo sistema epistemológico basado en la percepción presbioempática, que arraiga el placer de la mirada en el sistema afectivo, más que en los impulsos denunciados por Mulvey. 

Marks centra su estudio en lo que llama ‘cine intercultural’, es decir, la obra de unos directores que, ya sea por nacimiento o por migración, viven la experiencia diaspórica de encontrarse entre su propia cultura minoritaria de origen y la cultura hegemónica del país donde trabajan, y por lo tanto, entre  diferentes ‘cultural regimes of knowledge’ (2000:1). La producción que examino, sin embargo, se podría definir como ‘cine intergeneracional’. No se trata de una expresión de la experiencia liminal de encontrarse entre dos regímenes de conocimiento, debida a desplazamientos o dispersión geográfica, sino más bien de una manifestación del deseo y la necesidad ética de establecer conexiones entre generaciones y, en última instancia, del sentimiento de estar entre las fronteras borrosas de la subjetividad de uno mismo, en un continuum entre pasado y presente, entre recuerdos y post-memoria, entre cuerpo y mente, y entre natura y cultura. Como se verá, estas películas representan el envejecimiento como manifestación de lo que Rosi Braidotti (1994, 2002, 2018) define como proceso de devenir (‘process of becoming’) en la construcción, de la subjetividad postantropocéntrica y posthumana sustentada por la desafiante ética de la alegría y la afirmación (‘ethics of joy and affirmation’).

Por consiguiente, tomando como punto de partida la imagen desenfocada y borrosa en relación con una investigación fenomenológica vía Gilles Deleuze, mi propuesta es explorar las expresiones visuales del envejecimiento por medio de unas formas ideológicas y políticas de compromiso y diálogos de los estudios etarios con el feminismo, la teoría de los afectos, el pensamiento posthumanista y el enfoque neo-materialista. Partiendo de la misma convicción de Margaret Gullette (2004) de que hacer teoría etaria es cambiar la teoría, mi intención es, si no convencer, al menos provocar perplejidad y abrir interrogantes.     

1. El envejecimiento positivo en el foco de las cineastas noveles

Un tema recurrente en las obras de la última generación de directoras —mujeres que han hecho su debut en las primeras dos décadas del siglo XXI— es el envejecimiento, y en particular el envejecimiento femenino. Como ya indiqué en otro lugar (2014), las directoras españolas han sido ‘desenfocadas’ por la historia del cine: cada generación ha tenido que reinventarse por la falta de una genealogía de mujeres, o mejor dicho, de una ‘ginealogía’, en el sentido de revisión histórica hacia un concepto no separatista de las narrativas personales femeninas (Passerini 1998). Si en Deconstructing Harry (Allen 1997), la crisis postmoderna del ‘autor’ (hombre por defecto) había desenfocado al protagonista —un novelista que se había quedado sin inspiración— difuminando sus contornos en una especie de somatización cinematográfica, las directoras que estudio en mi libro viven una experiencia opuesta: desde haber estado fuera de la historia del cine, han ido adquiriendo cada vez más visibilidad. Y a la vez, como consecuencia de su nueva presencia, las representaciones femeninas también han ido logrando progresivamente más nitidez, evolucionando desde siluetas desenfocadas por estereotipos reductivos, a sujetos históricos representados con complejidad y profundidad. Objetivo de este trabajo es abordar unas películas de esta nueva generación de mujeres que disfruta ya de cierto ‘enfoque’, para volver a hablar, paradójicamente, de desenfoque en el cine, no tanto o no solo en el sentido simbólico de invisibilización,  sino más bien en su acepción literal de imagen borrosa, acepción que a su vez conduce a otro campo semántico y simbólico, que como indicaré en breve tiene una función opuesta: la de visibilizar.

Si no es inusual encontrar a lo largo de la producción femenina expresiones visuales del   envejecimiento que cuestionan la falta de simetría entre géneros, las obras que analizo aquí van más allá. Al denunciar los discursos hegemónicos no solo se desmarcan de imaginarios sexistas y etaristas, sino que también forjan un nuevo discurso y una nueva mirada que supera binarismos: se trata de una visualidad que corresponde al ‘affirmative aging’ teorizado por Linn Sandberg (concepto que traduciría como ‘envejecimiento positivo’)  y que implica, parafraseando a Varda, un ‘sin ver-bien’ que da lugar a un ‘ver-mejor’ que produce afecto, placer y conocimiento.  

Margaret Gullette, en un texto fundamental de los estudios etarios titulado Aged by Culture (2004), denuncia las narrativas dominantes de decadencia (‘master narratives of decline’) que caracterizan las representaciones culturales del envejecimiento —discursos sobre la ausencia, la pérdida, la enfermedad, la locura, la dependencia y la fragilidad— responsables en gran medida del miedo y la aversión hacia la tercera y cuarta edad. Para Gullette, envejecemos más por cuestiones relacionadas con la cultura que por razones biológicas. Tomando como premisa los planteamientos de Gullette, otros trabajos (Chivers 2011, Dolan 2017, Medina 2017, y Medina y Zecchi 2020) interseccionan la gerontología cultural con la teoría fílmica feminista para poner en evidencia que el cine no es solo una poderosa tecnología de género (dixit Teresa de Lauretis en 1989), sino también de la edad. Los actores —y en particular las actrices— van ‘desenfocándose’ conforme envejecen, hasta hacerse invisibles y desaparecer. A las narrativas de decadencia se contrapone el llamado envejecimiento exitoso (‘successful aging’) de los discursos neoliberales fomentados por las industrias farmacéuticas y cosméticas: la eterna juventud se puede ‘comprar’ por medio del mantenimiento de la actividad física y sexual a base de ejercicio y con la ayuda de productos rejuvenecedores y cirugía estética (Rowe y Kahn 1997, Katz 2005, Rubinstein y Medeiro 2015, y Lamb 2017, entre otros).  De ahí que no haya una diferencia real entre discursos de éxito y discursos de decadencia: en ambos casos el envejecimiento se teme y hay que alejarlo. 

Para superar el binarismo entre decadencia y éxito, y devolver el enfoque al cuerpo, enfoque que se había abandonado en gran medida por las premisas de la gerontología cultural, otros estudios (Sandberg 2013, y Freixas 2012, entre otros) elaboran los argumentos del corpo-materialismo feminista y posthumanista de Judith Butler (2006, 2013) y de Rosi Braidotti (2013, 2018) para considerar la vejez como ‘otredad’ y ‘diferencia’, sin que eso implique necesariamente una pérdida o una mejoría. La subjetividad del ser mayor nace tras la muerte del individuo varón, cisgénero, heterosexual, blanco, occidental, de clase media, no-discapacitado y joven, como parte de ese ‘missing people that was never fully part of the ‘human’’ (Braidotti 2018, 52), que surge así de las cenizas de la autodestrucción antropocénica (Braidotti y Hlavajova 2018).

El envejecimiento positivo se visibiliza en estas películas a través de imaginarios que se alejan de la glorificación del cuerpo del hombre, pero también del cuerpo joven femenino (y su sucedáneo, el cuerpo operado y medicalizado estilo Jane Fonda), típica del envejecimiento exitoso;  la progresiva falta de independencia que deriva de la edad no conduce a una pérdida de subjetividad y dignidad, sino más bien a nuevas relaciones (La plaga); o refuerza los lazos afectivos (Con el viento); el imaginario erótico se libera de premisas heteronormativas (De tu ventana a la mía);  el envejecimiento es el origen de nuevos retos (Luisa no está en casa) y nuevos logros (Diaris Filmats); y hasta las personas que viven con el Alzheimer (Nedar) o que padecen otras enfermedades (De tu ventana a la mía, La plaga), no se representan como unos cuerpos vacíos deshumanizados, sino como unos seres que pueden comunicar y expresarse de una forma diferente.  Por ello, la muerte no se inscribe en estos relatos como el temido final de la vida, sino como un reencuentro con la naturaleza (Con el viento, La plaga, El cielo gira).

Sin pretender  encontrar en la etimología la verdad (o el étimo), me parece digno de reseñar que el término del griego antiguo ‘πρέσβυς’, cuyo primer significado es ‘hombre viejo’, estaba exento de las connotaciones negativas que el envejecimiento ha ido adquiriendo en la cultura occidental con la modernidad y con su obsesión por la eterna juventud. Por ejemplo, Adriana Quattordio Moreschini apunta que

πρέσβυς significa ‘viejo’, pero en un sentido muy particular: de hecho, la noción de vejez se asocia con la idea de privilegio y dignidad […]. Sobre la base de esta precisa connotación semántica, se justifican los diversos significados del término, como el más común de ‘embajador’ y en Esparta el de ‘presidente’ de un colegio de magistrados: en ambos casos se trata de cargos públicos de cierto prestigio que normalmente se confían a los más ancianos. (1988: 385)

Según Georg Autenrieth, este término se usa en Homero solo en la forma femenina πρέσβα como atributo de Hera, la reina de los dioses, como epíteto honorífico.  Finalmente, la etimología de πρέσβυς, del proto-indo europeo *pres (‘ante’), y *gʷṓws (‘ganado’) tiene también la acepción de ‘guía’, o ‘quien indica el camino’ (literalmente, ‘quien conduce el ganado’), y por traslado semántico conlleva el sentido de ‘poeta’, ‘vate’ y hasta ‘profeta’, ‘adivino’ y de ‘individuo dotado de clarividencia’.[3]  

En las siguientes páginas voy a centrarme en unos ejemplos de visualidad presbioempática según los diferentes matices semánticos del término ‘πρέσβυς’: empezaré por películas en que la visión borrosa corresponde a su acepción más literal, y por lo tanto a reflexiones sobre el pasado (la memoria personal e histórica); y seguiré con textos fílmicos en los que, progresivamente, la persona mayor irá invistiéndose de poderes que se podrían considerar mágicos, sin olvidar, como afirma Anna Gibbs siguiendo a Adorno, que varias prácticas de comunicación mimética, o de contagio afectivo, características de culturas no hegemónicas, han sido consideradas desde la antropología occidental como magia  (2010: 189). Finalmente terminaré este estudio con unos ejemplos en que la visualidad presbioempática es sinónimo de clarividencia, en un contexto de política de inmanencia y de conocimiento posthumano. El desenfoque (natural o mecánico) materializa el continuum entre mente y cuerpo y entre naturaleza y cultura: un ‘naturecultural humanimal transversal bonding’ (Braidotti 2018: 31).

  1. El desenfoque mecánico y sólido de Diaris filmats y Luisa no está en casa  

Las primeras obras de Celia Rico —el largometraje colectivo Diaris filmats per dones grans y el cortometraje Luisa no está en casa— se centran en el envejecimiento femenino. El primero es un experimento de la directora sevillana en colaboración con Albert Bataller, que se propone empoderar tecnológicamente a las mujeres mayores. Es el resultado de un taller de documental autobiográfico que, según las palabras de sus ideadores, ‘ha permitido hacer de lo íntimo y lo cotidiano, de la enunciación en primera persona y de la memoria inscrita en el presente, la forma indispensable para filmar y explicar con imágenes la propia vida […] desmitificando la tercera edad como una etapa de anclaje en el pasado, de estancamiento vital y de pérdida de peso social’ (https://filmafilmae.org/albert/diarisfilmats/).

Diaris Filmats per dones grans es un trabajo colectivo que pone literalmente la cámara en mano de unas mujeres mayores para hacerlas hablar de su vida diaria con la ayuda de imágenes: las directoras ‘noveles’ describen sus rutinas presentes, rescatan lugares de la memoria personal, y hasta contribuyen a la recuperación de la memoria histórica. El común denominador de esta colección es la experiencia afectiva de sus creadoras: todas sienten interés-emoción, el primer afecto estudiado por Tomkins. Para Susan Best, ‘interest-excitement is involved with learning and oriented towards novelty’ (2007, 510) que se encuentra en la base del placer estético.

El desenfoque que caracteriza numerosas secuencias de esta película es literal, y se debe a menudo a lo que en fotografía se define como ‘trepidación’, el movimiento del brazo de la persona que realiza la foto (o el llamado ‘mal pulso’). En otros casos se trata de imágenes que resultan borrosas porque aquello que tradicionalmente debería de estar enfocado está fuera de la profundidad de campo, o hasta porque la directora está grabando unas secuencias que aparecen en la pantalla de su televisor (Figura 2).

Figura 2: Diaris Filmats per dones grans (Celia Rico, 2014)

Esto no impide que las tomas otorguen trascendencia a gestos aparentemente nimios (el hacer una cama, un paseo con las amigas, aprender una receta, etc.); materialicen recuerdos (como en el caso de las imágenes filmadas en los lugares de una boda que no tuvo testimonio fotográfico, porque la cámara que se usó entonces no tenía carrete); o representen espacios de relevancia histórica (por ejemplo unas cuevas donde unos republicanos habían encontrado refugio durante la guerra civil).  Las mujeres usan la cámara sin pedir permiso, con indudable confianza en sus propias capacidades, y disfrutando de su experiencia. Una de ellas llega a emular, sin miedo, las tomas de unos paisajes que Scorsese había inmortalizado en  su última obra.

En el cortometraje Luisa no está en casa, en cambio, la imagen borrosa corresponde a una pantalla física, al cristal esmerilado de una puerta, que esconde —y protege— a una mujer mayor cuando por fin se rebela contra su marido.  Luisa (Asunción Balaguer) empieza a sentirse libre cuando se le rompe la lavadora y no tiene más remedio que acudir a un autoservicio de lavandería. Sus salidas y las esperas a que se haga la colada, descansando sentada al lado de una nueva amiga, rompen con la rutina de trabajo de toda una vida y hacen que se cuestione su constante labor doméstica frente a la inactividad ociosa del marido.

El corto termina con un acto de resistencia de la protagonista y un uso significativo del desenfoque. Luisa regresa a casa antes que el marido y se encierra para ocupar el espacio de descanso que siempre ha pertenecido al hombre, sentándose en ‘su’ sillón, levantando las piernas, y escuchando ‘su’ radio. Cuando él empieza a llamarla desde fuera, Luisa no acude a sus gritos. Se levanta pero, sorprendentemente, no le abre, sino que cierra la puerta del salón para así poder volver a acomodarse sin tener que oírle. En el momento en que Luisa se pone de pie, el foco se traslada del sillón a la puerta, y la música de la radio de intradiegética pasa a ser extradiegética. El sillón queda difuminado, simbólicamente en segundo plano, como si perdiera relevancia al ser un mero instrumento del empoderamiento de la mujer. En cambio, el gesto de determinación de Luisa, cuando cierra la puerta, adquiere más protagonismo. Pero la nitidez de la imagen de la mujer dura solo unos instantes, puesto que su silueta se difumina detrás de la  puerta de cristal.

De esta forma, la imagen borrosa de Luisa al final del corto cumple por lo menos dos funciones. En primer lugar, el vidrio opaco enmarcado por la madera (que evoca, tal vez no casualmente, la estética de otra época) crea una pantalla de protección visual (y acústica) para que la mujer permanezca a salvo de la agresión simbólica del marido. El desenfoque es un escudo visual que consigue proteger del peligro exterior a la protagonista. En segundo lugar, la imagen borrosa acompaña la música, que cambia de fuente: ya no sale de la radio del marido, al dejar de pertenecer a la diégesis. El público asume así la subjetividad visual y auditiva de Luisa, y se hace su cómplice, compartiendo su misma experiencia sensorial y su desafiante alegría (Figura 3). 

Figura 3: Luisa no está en casa (Celia Rico, 2012)

3. El halo semi-transparente en De tu ventana a la mía

En su ópera prima De tu ventana a la mía, Paula Ortiz entreteje tiempos no-lineales y espacios fracturados en un texto marcado por el hibridismo, que yuxtapone las experiencias y emociones de tres mujeres, Violeta (Leticia Dolera), Inés (Maribel Verdú) y Luisa (Luisa Gavasa), que simbolizan diferentes edades (juventud, madurez y vejez) y diferentes momentos históricos: la dictadura de Primo de Rivera, el franquismo y la Transición, respectivamente. A cada una se le asigna un espacio geográfico: Violeta habita en un entorno fértil y lluvioso, Inés ocupa unas tierras áridas y calurosas, mientras que Luisa transita por unos paisajes urbanos. Cada lugar se caracteriza por sus colores: el primero se representa por medio de una prevalencia de azules y verdes; el segundo por unas gamas amarillentas, sienas y ocres; y el tercero por unos tonos fríos, de blanco y gris. Si bien las tres mujeres están separadas espacial y temporalmente sin ninguna posibilidad de contacto directo, entre ellas se establecen unas resonancias estéticas y semióticas. Sus emociones, deseos, miedos y placeres se conectan por medio de unas rimas visuales que ponen en relieve los parecidos de sus experiencias a pesar de las diferencias de edad: un corte en el dedo, el gesto instintivo de acercar la herida a la boca, el dolor (violación, parto y enfermedad), la cabeza afeitada (como un gesto de automutilación, como castigo franquista, o por el cáncer), el placer de la caricia (de un pétalo, una mano, o una esponja), la añoranza de un amor que ya no está o que nunca existió, etc. Estas sensaciones se reflejan en armonía, creando lo que Deleuze llamaría una conexión de intensidades.

A pesar de la separación espacio-temporal,  las tres mujeres se conectan,  visual y hápticamente, a través de unos elementos transversales, que cruzan tiempos y espacios: un espejo refleja el mismo rayo de luz sobre las tres mujeres, o una madeja de lana roja se deshace haciendo salir y entrar el mismo hilo por las ventanas de sus casas (Figura 4).

Figura 4: De tu ventana a la mía (Paula Ortiz, 2011)

Lo óptico (el reflejo de luz) y lo háptico (la madeja de lana) se mezclan en un imaginario que tanto por medio de la granulosidad de la imagen y la insistencia en primerísimos planos, como por el recurso a la inscripción de escenas de contactos físicos, enfoques en las manos, en las caricias y en los abrazos, promueve una sensorialidad que abarca múltiples impresiones, sensual y difusa en todo el cuerpo.

Más aún, las impresiones ópticas y las sensaciones hápticas se funden en unas imágenes borrosas que evocan una visión presbioempática. Una profundidad de campo muy reducida, de la cual el sujeto sale, desenfocándose, o entra, adquiriendo nitidez y quedando enmarcado por unos elementos difuminados,  recuerda ese halo que Virginia Woolf (1925) comparaba metafóricamente con la vida: ‘life is a luminous halo, a semi-transparent envelope surrounding us from the beginning of consciousness to the end’.   Las tres mujeres se encuentran envueltas como crisálidas (según el imaginario de la más joven de ellas) por un constante desenfoque, por una zona difuminada que adquiere subjetividad al sugerir una presencia extemporánea, en el sentido más literal de la palabra, fuera del tiempo.  Son tomas subjetivas que hacen mención a una visualidad que viene desde lejos como si perteneciera al off-screen. El rastro físico de cada mujer se extiende y persiste en secuencias que no le corresponden, aludiendo a una presencia sentida pero no vista. Al haber situado a Violeta, la más joven de las tres, en un momento histórico más lejano (en el año 1923), y a la mayor, Luisa, en un tiempo más reciente (en 1975), las tres mujeres llegan a ser coetáneas: Violeta e Inés tendrían la misma edad que Luisa si sus historias continuaran hasta 1975. El desenfoque cruza tiempos y espacios al igual que el juego de reflejos de luz o el hilo rojo, en lo que se podría definir, tomando prestadas unas palabras de Deleuze, como ‘extremada contracción del campo-contracampo’ (1984:110), que produce una coincidencia etaria entre las tres mujeres.[4]

Figura 5: De tu ventana a la mía (Paul Ortiz, 2011)

 En De tu ventana a la mía no hay recuerdos: son tres presentes que se entrelazan como si fueran contemporáneos. La experiencia de Luisa, la mayor de las tres, con cuya imagen se cierra la película, abarca —y suma— la de las otras mujeres: no habría una Luisa sin una Inés o, antes de Inés, una Violeta. Esta conexión simbólica evoca la práctica de affidamento del feminismo italiano,[5] un recurso que se fundamenta en el reconocimiento de una ‘disparidad de autoridad’ (femenina) entre dos mujeres, por la cual una se encomienda (‘affida’, en italiano) a la otra (por lo general la mayor), que se transforma en su mentora. De ahí que las concatenaciones visuales, estas resonancias estéticas, son también manifestaciones de unos vínculos feministas simbólicos. Violeta se encomienda a Inés, e Inés a Luisa. El gesto empoderante de Luisa al final de la película, cuando mira desafiante a la cámara al mismo tiempo que descubre su cabeza rasurada mientras anda con pasos seguros contra la corriente de la gente en una manifestación, se establece como el resultado de una simbólica sororidad intergeneracional, de un empoderamiento que se logra gracias a la suma de experiencias personales en una experiencia colectiva y transversal.


4. El desenfoque líquido de Nedar
Si el encuentro intergeneracional en De tu ventana a la mía trasciende épocas y espacios en un eterno presente que se hace inmanente por medio del desenfoque, en Nedar la falta de nitidez da materialidad a una conexión entre presente y pasado, entre recuerdos y amnesia, o utilizando un concepto de Marianne Hirsch, entre postmemoria y olvido.[6] Como en la película anterior, también en este film el desenfoque háptico, del griego ‘capaz de entrar en contacto con’, entrelaza unas figuras femeninas que pertenecen a tres generaciones.

Por medio de una narración en primera persona, Carla Subirana explora los recuerdos de su madre y de su abuela, en busca de sus raíces. Sin embargo, a medida que la cineasta va descubriendo detalles sobre el abuelo que nunca conoció y el porqué de su misteriosa ejecución delante de un pelotón de fusilamiento, su abuela Leonor va perdiendo la memoria por el Alzheimer. Poco después, a la madre de la directora le diagnostican la misma enfermedad. Para compensar el olvido, Subirana complementa el documental con unas secuencias de ficción que, a través de una estética de cine noir, reconstruyen, por medio de unos actores, algunos momentos de la vida de sus abuelos. La imaginación complementa así la realidad, la ficción se entrelaza con el documental, y el blanco y negro se alterna con el color. En este juego, Subirana invierte las convenciones cinematográficas que asocian el monocromo con el documento de archivo, y el color con la ficción.[7]  Para su imaginación, la directora usa una fotografía muy nítida, hecha de claroscuros que contrastan con la granulosidad o hasta el desenfoque de las secuencias del documental. Si la ficción perfila los objetos aislándolos del fondo, la realidad es difuminada y borrosa. La nitidez pertenece a los sueños, mientras que el desenfoque corresponde a los afectos, a la empatía, a los recuerdos, a la memoria y, en última instancia, a los hechos.

Más aún, el desenfoque, a través del nadar que da título a la película, indica o promete una ‘percepción líquida o acuosa’ según Deleuze. Como ha dicho en muchas entrevistas, Carla Subirana se tira literalmente a la piscina, para conseguir claridad, para despejar su mente y reflexionar sobre el proceso creativo. Además de visualizar una inmersión literal en el agua, el gesto de Subirana tiene connotaciones simbólicas: la directora nada en el pasado y por medio de una mirada acuosa consigue, diría Deleuze, un estado de percepción ‘más que humano’, que no se obtiene de los sólidos, y que otorga una ‘función de videncia’ (121): la visión líquida se desplaza desde el agua de la piscina a la abuela por medio de unas tomas presbioempáticas.

La película empieza con una imagen borrosa. Es una ecografía que (según se revelará al final de la cinta) pertenece al vientre de la directora embarazada, locus simbólico de la gestación de la misma película. El latido del corazón del bebé, envuelto en el líquido amniótico, se funde en la siguiente secuencia con el sonido del agua de la piscina, en la cual se sumerge la cineasta. Los planos de la directora nadando se hacen cada vez más acelerados y cercanos al objetivo, hasta aislar los chorros que salpican en la superficie y las burbujas que suben a flote, en unas imágenes presbioempáticas, que abrazan al público con su textura empañada, y sus sonidos amortiguados, dentro y fuera del agua (Figura 6). 

Estos planos dinámicos dan paso a la calma de una toma con cámara fija del reflejo del sol en la piscina, que bien podría ser el mar. Del agua se pasa finalmente a una toma desenfocada de la abuela Leonor. De ahí que, por traslado semántico, la imagen de Leonor nace del agua, y del líquido amniótico, borrosa y temblorosa como una evocación remota, como una percepción líquida, que otorga un conocimiento originado por una visualidad no normativa, por el desenfoque. 

Cuando era todavía estudiante de cine, Subirana se servía de su abuela para sus primeros ejercicios: por ejemplo representaba su caminar ya poco coordinado fuera de casa; o capturaba primerísimos planos de sus manos cuidando unas flores, y de su cara sonriendo reflejada en el espejo; o la filmaba cuando entraba en el salón, y a pesar de las recomendaciones de la futura directora, no podía evitar mirar a la cámara al sentarse en el sofá (Figura 7). 

Figura 7: Nedar/Nadar (Carla Subirana, 2008)

Estas imágenes de la abuela cuando todavía tenía recuerdos (recuerdos que aún no le interesaban a la nieta) y agencia son metrajes borrosos por el desgaste del tiempo y la inexperiencia del ojo detrás de la cámara. Subirana los alterna con representaciones de la abuela que pertenecen al presente, cuando Leonor ya ha perdido esa memoria (y la capacidad de ‘ver’) que solo ahora la nieta quiere recobrar: por medio de unas tomas hápticas filma de nuevo sus manos, cuando tocan las columnas del Fossar de la Pedrera, buscando el nombre del padre de su hija entre las víctimas de la represión franquista; o su cara delante del espejo, cuando mira, sin verla, a la hija que la está peinando; o su cuerpo sentado en el sofá, cuando descansa con los ojos cerrados y parece ya ajena a las caricias y a las palabras de la nieta.  Subirana recurre a planos borrosos, pero ahora la falta de nitidez no se debe a la inexperiencia de la directora, ni al desgaste del tiempo. Se trata del desenfoque presboempático, un desenfoque que acerca la mirada de la nieta a la mirada de la abuela, que nos hace ver, y sentir, como ella ve y siente, y que otorga un conocimiento y una clarividencia (dixit Deleuze) que nos permite recobrar su memoria. Gracias a Nedar podemos ver su pasado, su presente y también su futuro. La película termina donde había empezado: el agua de la piscina toma el lugar del líquido amniótico y el embrión/película es ahora un bebé, el hijo de la directora, a quien la abuela le ha regalado sus ojos azules. Subirana materializa así la visión de Leonor y nos permite de esta forma ver lo que ella ha visto y, por medio del bisnieto, lo que verá.

5. La percepción gaseosa de Con el viento

La abuela de Carla Subirana en Nedar no quiere deshacerse voluntariamente de la memoria: es el Alzheimer lo que la obliga a hacerlo. En Con el viento, en cambio, Pilar (Concha Canal) quiere desprenderse de los recuerdos, al tener que mudarse a la ciudad tras la muerte de su marido (que también, significativamente, sufría amnesia por la misma patología). En las dos películas, tanto por voluntad propia como por razones que prescinden de la voluntad individual, la generación de los mayores pierde la memoria, pero en ambos casos, las nietas desean recuperarla: en Nedar, como se ha visto, los recuerdos son piezas para la reconstrucción de la ‘post-memoria’ de la generación más joven; en Con el viento, en cambio, los objetos de la abuela, para parafrasear a Tom Holert (2020), son elementos con agencia con la función de descolonizar el presente como única zona temporal relevante según la valoración capitalista.

En la película de Meritxell Colell, Mónica (Mónica García) regresa a Las Loras burgalesas, a su aldea natal, por la muerte del padre, después de años trabajando en Argentina como bailarina y coreógrafa. Su hermana mayor la acusa de haberse desinteresado por su familia, mientras Mónica está resentida por la falta de interés de los suyos hacia sus éxitos. Sin embargo, gracias a la complicidad de la sobrina, y al amor y la mediación de la abuela Pilar (la madre de Mónica), las hermanas consiguen reencontrarse. La superación de los conflictos y de la falta de comunicación se debe a un proceso de transformación desde el interior (heridas, resentimientos, incomprensiones) al exterior (capacidad de expresarse, perdonar, entender), que se desarrolla por medio de expresiones presbioempáticas, para las que la figura de Pilar, y el viento (o la percepción gaseosa, según Deleuze) funcionan en paralelo, como fuerzas que —trasladando el concepto de la teoría de los afectos de ‘comunicación mimética’ acuñado por Anna Gibbs (2010) al posthumanismo o nomadismo según Braidotti— definiría como comunicación mimética posthumana.

En una secuencia rodada con poca profundidad de campo,  los objetos cotidianos enterrados en el desván del caserón familiar recobran una nueva trascendencia. Pasan de las manos de Pilar —que los mira sin nostalgia y los quiere tirar—, a las de su nieta que los observa intrigada, preguntando para qué sirven. Las albarcas de madera, las redes para pescar cangrejos, la máquina para picar carne y hacer chorizos, etc. salen del fondo desenfocado y polvoriento, exhumados del olvido por la joven mujer, y vuelven a la nitidez de unos primeros planos que los enfatizan, dándoles protagonismo y agencia. La abuela explica para qué sirven con desapego, sin caer en sentimentalismos emotivos, afirmando reiteradamente, con sentido práctico, que ‘son todos para tirar […] ¿para qué los queremos?’ Para Pilar son objetos fútiles, que ya no tienen ninguna utilidad en el sitio donde va a ir, mientras que para su nieta son encuentros icónicos que provocan un efecto algo desconcertante. Estos objetos ‘con agencia’, tienen connotaciones análogas a las de los objetos encontrados en las fosas comunes o recuperados en lugares de destrucciones, estudiados por Renshaw: ‘the functionality of these objects that persists after their function is no longer needed by their owner, in effect outliving human agency, is experienced as uncanny’ (2016, 160). Son restos de una forma de vida en extinción, de un contacto con la naturaleza que la nieta quiere rescatar (Figura 8).

Figura 8: Con el viento (Meritxell Colell, 2018)

Esta conexión intergeneracional mediada por los objetos se materializa en planos hápticos que evocan una convergencia de emociones, para las cuales, como apunta Gibbs, ‘figure and ground can always be reversed, so that sometimes subjectivity is in focus, while at other times it recedes into the background’ (187): una caricia al coche funerario que se lleva al padre, el roce con la tierra fría del jardín donde se plantan unas flores,  la asperosidad de un papel de lija para quitar el óxido de una vieja bicicleta, la caricia de un jersey de lana tejido a mano, etc. Se trata de contactos entre presente y pasado, entre viejo y joven, entre seres humanos y objetos que apuntan a una nueva epistemología, a un conocimiento que prescinde de la visualidad óptica tradicional (la estructura joven de la mirada), para priorizar otro tipo de comunicación: a través del desenfoque se borran las jerarquías hegemónicas. Para seguir citando a Gibbs, en lugar de privilegiar un punto de vista más que otro, la mirada del público aprende a oscilar entre estas visiones, sin descartar ninguna (187).

La sensación háptica dominante es la del viento que da el título a la película, que como comenta la directora en una entrevista con Astrid Meseguer ‘es siempre un motor de cambio y, además, hace referencia a la transformación que hace Mónica del interior hacia el exterior’ (2018). El viento es omnipresente: mueve las bufandas y las solapas de los abrigos de las protagonistas, envuelve implacable los cuerpos, roza sus caras, las despeina, sobrepone a las voces su silbido y sacude el objetivo de la cámara: constituye una fuerza simbólica de agencia ‘no humana’, que interacciona, como otros ‘other-than-human agencies’ con nuestro devenir en y con el mundo (Marchand 2018, 295). Es el epítome del desmantelamiento del concepto de una identidad humana autónoma que no reconoce la interdependencia de los humanos con el mundo natural.  La percepción gaseosa según Deleuze es el tercer estado de la imagen tras lo sólido y lo líquido: su vibración ‘se desprende más allá de la imagen media, […] más allá del movimiento. […] Es la captación creadora de esa foto tomada y sacada en el interior de las cosas y para todos los puntos del espacio’ (127). La visualidad desenfocada de Pilar es también omnipresente y fomenta una manera de comunicación análoga a la del viento —como una ‘captación creadora sacada del interior’ de las mujeres que la rodean—, que a través del intercambio de miradas, prescinde de las palabras.

Tres referencias al baile de Mónica van marcando la progresión desde la falta de diálogo, a la comunicación no verbal, y desde la percepción visual limitada, al conocimiento presboempático, en un contexto espacial que se desplaza de lo urbano/industrial a la naturaleza. La película empieza con los planos de un haz luminoso que cambia rítmicamente de color, tiñendo de violeta, naranja, rosa y blanco las partículas de polvo que flotan en el aire, al compás de un sonido que recuerda el de los proyectores de diapositivas. La cámara capta fragmentos del cuerpo de Mónica que baila entre la zona en sombra y el rayo de luz, al ritmo de la máquina. La cámara, por la rapidez de los movimientos del cuerpo, tarda en enfocar las imágenes.  Mientras que la falta de nitidez en Diaris filmats se debía al movimiento externo (el mal pulso), en este caso la cámara queda inmovil, y el desenfoque resulta de los desplazamientos muy rápidos del cuerpo representado, que nunca llega a percibirse en su totalidad por estar muy cerca del objetivo. Mónica baila en una nave industrial con los pies descalzos en el cemento, jadeando por el esfuerzo y por la violencia del roce.

Casi al final de la película la danza de Mónica vuelve a tener trascendencia: la cámara enfoca a la bailarina desde atrás, mientras avanza hacia la habitación de su madre, en un plano ‘tarkovskiano’ de su nuca. Como ilustra Pavel Tavares en su video-ensayo, ‘counter to conventional Hollywood cinema and its reliance on the close-up to convey psychological clarity […] the framing of the nape creates a kind of unusual variation of off-screen space.  While the actor remains within the frame, their face is withheld, leaving the audience to ponder or […] project our emotions onto this obscured surface’ (2020). La imagen de Pilar, sentada en la cama, se entrevé borrosa.  El plano de la madre que mira a Mónica bailando en la pantalla del portátil se alterna con el  plano de la hija que la observa desde lejos. Este intercambio rizomático de miradas desplaza la experiencia visual del público, haciéndole percibir el baile de Mónica a través de la mediación de Pilar, y le permite sentirlo, y conocerlo afectivamente, sin verlo.     

Con la tercera referencia a la danza concluye la cinta. Los silencios que han dominado la película se interrumpen por la música que Mónica pone en su habitación. Las notas van expandiéndose por la casa y sus habitantes las oyen, escuchan y sienten y, sin mirarla, la pueden ver bailar: de nuevo un ‘no-ver’ que permite ‘ver’. El cuerpo de Mónica se agacha contra la pared de piedra y finalmente se eleva, tocando una viga con los brazos abiertos, como un árbol que sostiene la casa, en un contacto con la naturaleza que invierte la figura retórica de la prosopopeya (puesto que es el ser humano el que imita a la naturaleza), en un proceso de cosificación (o ‘naturalización’) empoderante, sin las connotaciones negativas que el pensamiento occidental les asigna a estos términos. La danza sigue fuera de la casa, donde el viento sustituye paulatinamente a la música. La secuencia se tiñe de los mismos colores del principio de la película, pero ahora su origen no es el foco de un proyector sino la luz del sol que pinta de rosa el cielo. Mónica ya no está encerrada dentro del cuadro claustrofóbico del espacio industrial con que se inicia la cinta, sino que se expande moviéndose al ritmo del viento por el paisaje rocoso de Las Loras. Es un baile de liberación, catártico, rodeado por la percepción gaseosa del atardecer desenfocado, y mediado por la conexión intergeneracional, y por el continuum entre lo humano y la naturaleza. 

Figura 9: Con el viento (Meritxell Colell, 2018)

6. Desenfoque y ecopatía en La plaga

La plaga sigue el día a día de cinco personas cuya vidas han sido afectadas directa o indirectamente por la sequía, en un pueblo de la periferia de Barcelona, durante un verano: un agricultor cuya subsistencia está amenazada por la mosca blanca, un inmigrante moldavo que le ayuda en las faenas del campo, una trabajadora sexual que pasa el día sentada en una silla en el cruce de una carretera, una enfermera filipina que cuida de unos ancianos en una residencia, y María (María Ros), una mujer mayor, que ha tenido que dejar su casa por no poder valerse ya por sí misma.  La cinta los representa en unos momentos de espera, impotentes frente a las consecuencias del Antropoceno en el ‘espace-quelconque’ deleuziano:  el agricultor aguarda lo que se pueda salvar de su cosecha, el moldavo los papeles para regularizar su permanencia, la trabajadora sexual sus clientes cada vez más escasos, la enfermera la muerte de sus pacientes para la cual nunca está preparada, y María, afectada por problemas respiratorios, el final de su vida. La espera se hace inmanente y ralentiza sus movimientos: su ‘inmovilidad móvil’ (para usar de nuevo las palabras de Deleuze) desenfoca sus gestos como si la capa pesada de calor que gravita sobre ellos los atrapara y los paralizara. Sus imágenes se desdibujan contra el paisaje polvoriento, el aire denso hace vibrar y distorsiona sus perfiles y la calima los difumina, mientras que la tierra árida cruje acartonada bajo sus pasos. Las hojas del cultivo de habichuela se doblan y retuercen por la agresión de las moscas blancas, mientras que los tallos gimen bajo la hoz del agricultor que no tiene más remedio que segarlos.

En esta película Neus Ballús no desarrolla una percepción melancólica del pasado, ni una romantización de los resultados del Antropoceno en el medio ambiente,[8] sino una visión desoladora de la pobreza, los desplazamientos, el cambio climático, la alteración de los estilos de vida tradicionales, etc., en una reivindicación de la necesidad de volver a comunicarse con la naturaleza como un paso necesario para preservar el futuro. En este contexto, las personas mayores se sitúan como una especie más en peligro de extinción que debe ser salvaguardada y protegida, pero también como sujetos dotados de agencia, capaces de cuidarse y de cuidar.

María está en el centro de todos. La cámara la retrata, por medio de una visualidad presbioempática, durante sus momentos de aburrimiento, cuando se queja de que las otras personas en la residencia están siempre durmiendo; de rebeldía, cuando se escapa para volver a su casa; o también, en sus instantes de placer, cuando come un bombón de chocolate. Braidotti y Hlavajova dirían que sufre de ‘ecopatía’, ‘that sinking feeling at the thought of the unsustainability of our future’, en contraposición con la apatía antropocéntrica (2018: 13). Su piel está agrietada como las hojas de los cultivos, su silueta encorvada como los tallos de las plantas, su voz ronca como el silbar del aire seco. Su cuerpo padece igual que la naturaleza agredida por el calentamiento global (Figura 10).

Figura 10: La plaga (Neus Ballús, 2013)

Al final de la película se produce un contraste entre la residencia de mayores —espacio simbólico de la materialización de las políticas neoliberales etaristas—, y la naturaleza. En este contexto, María se establece como fuerza de resistencia —de desobediencia lúdica como estrategia característica del feminismo braidottiano en oposición a la resignación sombría. Se desmarca del estereotipo de la víctima impotente, susceptible, por su condición de mujer mayor desposeída y vulnerable, de lo que Judith Butler y Athena Athanasiou (2013) llaman ‘injurability’ (susceptibilidad de ser dañada), y se afianza como sujeto activo, dotado de agencia. Después de un intento frustrado de huída, discute con la enfermera, en su habitación, por no querer ducharse: no le gusta la sensación ahogante del agua en la cara. Su voz, en el siguiente plano del pasillo desierto de la residencia, continúa oyéndose fuera de campo, y ya se hace imperceptible cuando la cámara pasa al baño y del baño a la sala de estar. Las imágenes nítidas y perfectamente enfocadas de la residencia desierta, inmóvil y silenciosa, dan paso a las de la naturaleza sorprendentemente ruidosa y animada: una toma con lente macro se centra en unas moscas blancas que infestan una hoja y las resalta contra el bokeh borroso de fondo. La lluvia empieza a caer con fuerza sobre la hoja arrastrando en su recorrido los insectos al compás del estruendo de los truenos. María se asoma a la terraza y observa la tormenta, por medio de una mirada que desenfoca el plano. Vemos la lluvia a través de una toma subjetiva, como si María fuera el origen del agua que termina con la plaga (Figura 11).

Figura 11: La plaga (Neus Ballús, 2013

Si el cuerpo de Maria está en declive, si su experiencia está marcada por la pérdida de su casa, de sus posesiones y de su salud, su representación no está anclada en un imaginario de decadencia, sino que está conformada por el reconocimiento de que hacerse mayor implica un devenir, un convertirse en algo diferente. La plaga yuxtapone al estereotipo de la persona mayor desechable, el envejecimiento marcado por la dignidad y, en última instancia, el empoderamiento afirmativo.

7. El cielo gira: a modo de final (o ¿de reinicio?)

En El cielo gira, la directora Mercedes Álvarez —la última niña nacida en Aldealseñor, en la provincia de Soria— narra en primera persona su regreso al pueblo de origen, para ‘retratar a sus últimos habitantes y arrancarles cuatro palabras’ como explica en su voice-over. Se trata de un ejercicio eminentemente metacinematográfico —o mejor dicho, en sentido más amplio, ‘transtextual’ (Genette 1982)—, centrado en reflexionar sobre el proceso creativo como fenómeno de transformación (el proceso de devenir) no solo del objeto de la representación, sino también de su sujeto, de su medio y de su contexto.

En una de las primeras secuencias de la película, una mujer mayor indica con su bastón las huellas de los fósiles de unos dinosaurios en una cantera donde jugaba con sus amigos cuando ‘éramos niños, y aún no sabíamos nada’. Mientras la improvisada guía se aleja, desapareciendo en el desenfoque natural de la bruma, la directora glosa sus palabras, otorgando a esta anónima habitante de su pueblo natal la capacidad de ser su ‘πρέσβυς’, la guía que la acompaña simbólicamente en este proceso de transformación:  ‘aquellas palabras de la mujer que encontré durante el regreso me habían indicado el camino’. Este recorrido, este proceso de devenir, abarca también el hecho fílmico. A renglón seguido, la cámara de Álvarez capta las vistas desde la ventana de la casa donde nació. Es el primer paisaje que vio, o mejor dicho, comenta la cineasta, ‘su único mundo durante sus primeros tres años de vida’. Para marcar que el lugar ha permanecido igual desde entonces, y para señalar también que su padre está enterrado ahí, la directora detiene la imagen por unos largos instantes. Luego, rectifica: ‘aunque este lugar tal como era por primera vez ante mis ojos ya no pueda recordarlo’. Paulatinamente, la toma del paisaje se va haciendo borrosa por la intervención mecánica (un desenfoque del objetivo), a la cual sigue la de la naturaleza (una bruma se adueña del paisaje). 

Figura 12: El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004)

A la visualidad presbioempática concurren recuerdos, memoria y postmemoria, naturaleza, arte y mecánica,  desenfocando así la distinción tradicional entre natura y cultura, entre humano y no humano, y poniendo en evidencia, como propone Braidotti, el continuum de vínculos, la red de afectos, que desplazan la tradicional unidad del sujeto. El mismo título de la película, El cielo gira, se puede leer de forma figurada como si el cielo fuera sujeto no solo del dar vueltas (aludiendo a un volver sobre sí mismo, un proceso circular por el cual no hay ni principio ni fin, un continuo devenir), sino también agente del acto cinematográfico. El cielo es sujeto del ‘girar’ —en el sentido de ‘rodar’, del hacer la película.  El objetivo de Álvarez, así como el telescopio de Silvano, uno de los viejos habitantes del pueblo, ofrece una prótesis visual que media en su capacidad de ver la luna ‘mientras la sombra de la tierra la tapaba durante un eclipse’ y a la vez, por contraste, usando una lente del mismo aparato como lupa, consigue examinar unas viejas fotos de la época franquista que representan a la gente del pueblo reunida bajo el viejo olmo.

La película está enmarcada por unos óleos de Pello Azketa, un pintor figurativista navarro que está perdiendo la vista. El cuadro con que se abre la película escenifica a dos niños asomándose al borde de un pantano, que, como comenta la directora, ‘no se sabe si están mirando algo que ha desaparecido, o si están esperando algo que está a punto de aparecer’. Es el mismo sentido de espera que caracteriza a los personajes de La plaga, una aparente inacción, una inmovilidad móvil, que involucra no solo a los 14 habitantes que quedan en la aldea, sino también a la directora y al público. El pueblo que está desapareciendo vuelve a recobrar vida lentamente por la filmación de la película, mientras que el público aguarda delante de la pantalla como los niños delante del pantano. El interrogante que se plantea Álvarez sobre el cuadro de Azketa recuerda el conocido final de Les Mots et les choses (1966) cuando Michel Foucault habla de la cara del ‘Hombre’ dibujada en la arena de la playa que las olas del mar van borrando, que provoca la pregunta de Braidotti:  ‘is it about extinction or renewal?’ (2018: 37).

Después del óleo con los dos niños asomados al pantano, la cineasta filma al mismo pintor trabajando en otro lienzo. Esta vez es un cielo nublado, que el artista difumina con una esponja, haciendo un ruido raspante; cuando el pintor se aleja, por un fundido, el óleo va desvaneciéndose: el sonido de la esponja se convierte en el silbido del viento y las nubes del cuadro empiezan a animarse, dejando paso al cielo de Aldealseñor. El cuadro se transforma así en la representación fílmica del paisaje y, al final de la película, el paisaje vuelve a hacerse cuadro. Es más que un ejercicio ecfrástico. Es una relación rizomática: la película reflexiona sobre la pintura del pueblo, que a su vez ilustra la película. El denominador común, el epítome y el arquetipo del écfrasis, no es el paisaje de una aldea en extinción-regeneración en sí, sino la forma de representarlo. Desde lo natural a lo simbólico, se manifiesta a través de la bruma que difumina el horizonte, la niebla que penetra por las calles, el bokeh de los planos, la falta de profundidad de campo, la pérdida de visión del pintor, el envejecimiento y la presbicia de los habitantes, la nebulosidad de los recuerdos de la infancia de la directora, la memoria desvanecida de los vecinos, etc., como variantes de un mismo arquetipo: el desenfoque como materialización de una nueva epistemología. Con el viento conecta a la joven directora no solo con los viejos habitantes del pueblo y su historia (la relación intergeneracional), sino también con los paisajes del pueblo, su sostenibilidad presente y futura, y con las expresiones culturales que lo representan: los cuadros de Azketa y la misma película de Álvarez (la relación natura-cultura).

Figura 13: El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004)

El cielo gira constituye así la culminación de este proceso de alianzas intergeneracionales que he señalado a partir de Visajes Villages. En la película de Àgnes Varda, la mujer mayor (sujeto deshumanizado por los discursos hegemónicos) y el hombre joven (sujeto humano dominante) funden sus miradas —unas visualidades imperfectas por un proceso físico (el envejecimiento) o una intervención artificial (las gafas de sol)— en una sola mirada de complicidad y positividad. Esta fusión, mediada por el afecto, sigue en Diaris filmats, donde dos cineastas jóvenes otorgan visibilidad, voz y visualidad a unas mujeres mayores que se empoderan por medio de sus cámaras; y continúa en los largometrajes donde el desenfoque materializa formas de compromiso ético y político hacia el conocimiento del pasado (a través de la memoria o postmemoria), y la preocupación por el futuro (la sostenibilidad del planeta): desde el cristal esmerilado de la puerta de Luisa, hasta los fundidos ecfrásticos de El cielo gira, pasando por el difuminado que envuelve como crisálidas a las protagonistas de De tu ventana a la mía, a la mirada acuosa (por el líquido amniótico y el agua de la piscina de Nedar, y la lluvia de La plaga), o al desenfoque gaseoso que acompaña a las mujeres en Con el viento.

El envejecimiento es una categoría transversal, un devenir, que abarca no solo a los humanos, sino también a las especies animales no humanas, a las otras agencias no animales, y al planeta entero con el cual interactuamos. La visión presbioempática materializa así las varias respuestas afectivas a la vejez y las diversas alianzas, para parafrasear a Braidotti (2018), entre cómo hacer política afirmativa, lo que implica la producción de horizontes sociales de esperanza, y al mismo tiempo hacer teoría crítica, lo que significa resistir a las violencias del presente y del pasado. Al mismo tiempo es la toma de conciencia por parte del sujeto posthumano de su inevitable final, de su desenfoque: ‘making friends with the impersonal necessity of death is an ethical way of installing oneself in life as a transient, slightly wounded visitor’ (Braidotti 2013, 132). O, como dice Haraway de forma más gráfica, ‘we are not posthuman, we are compost’ (2016, 55).

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[1] Una versión anterior de este artículo ha sido presentada en el congreso Cine-Lit de Portland en 2019. “Presbyoempathic Visuality: Soft Focus and Old Age” (2019) and the link: https://vimeo.com/321897608 acompaña estas páginas. Todas las traducciones del inglés, italiano, catalán y francés del ensayo son mías, a menos que se indique lo contrario.

[2]Como comenta Ruby Rich, ‘Akerman in one interview explained that the camera was positioned at the height of her eyes; since she is very short, the entire perspective of the film is different from most we are used to seeing, shot by male cinematographers. The perspective of every frame thus reveals a female ordering of that space, an ordering of vision I had recognized before only in the films or videotapes of children, and, in the films of the Japanese director Yasujiro Ozu, where the angle has been accorded much critical attention as the position of the eyes of someone seated traditionally on a tatami mat observing with Buddhist detachment’ (Rich 1978).

[3] Para Quattordio, los mismos significados semánticos se encuentran en los numerosos derivados tanto verbales como nominales: πρεσβεύω significa «ser el más anciano», pero también «ser embajador», y πρέσβος se usa para referirse a alguien que impone respeto.

[4] Por ejemplo, hablando de El Dorado (L’Herbier 1921) Gilles Deleuze nota como ‘la propia mujer distraída que ve borroso se la ve también borrosa’ (1984, 110).

[5] Para una historia del debate originado en Italia sobre esta práctica véase de Lauretis (1987).

[6] Para un estudio detallado de esta película a través del marco teórico de Hirsch véase Maribel Rams (2018).

[7] En su estudio de los colores en el cine, Paul Coates indica que el monocromo (blanco y negro) se identifica con una estética realista, glamour nostálgico o ‘cine pobre’ (2010: 46)

[8] Esta romantización caracteriza cierto imaginario artístico, como apunta Nicholas Mirzoeff (2014) a propósito del cuadro Impresión sol naciente de Monet que glorifica la contaminación industrial.